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No todo vale

Mientras lees la noticia, escucha la canción del mes:

Hace unos días me encontré de frente con el intento de suicidio de una mujer. Y digo intento porque todo acabó en un susto. Todo termina y sigo con mi vida, voy a la biblioteca, leo las noticias más importantes según los medios, y vuelvo a mi casa. Cuando llego, mi madre me muestra como han publicado una «noticia» sobre el suceso con imágenes de ese momento. Me indigno muy fácil la verdad, y es que cómo para no hacerlo, la mujer se veía claramente quien era. Solo le habían tapado los ojos con una fina línea. Me meto en los comentarios y algunos decían que estaba loca y otros que era una falta de respeto que publicasen esas fotos. Como no, puse lo que me parecía, deleznable. Deleznable que se publiquen unas fotos tan sensible, deleznable que se juegue así con la salud mental y culpando al que lo ha hecho. Pues bien, me respondió comenzando con «Antonio tú eres periodista?», defendiéndose que él lleva desde 1993 trabajando (sin un título) y que ha tenido que ir a hacer fotos a accidentes con muertes, que todo eso es noticia. Pues si, yo SÍ soy periodista, por eso sé que no es así como se tienen que contar las cosas. Sé que la FAPE dice que el periodista debe respetar la dignidad de las personas, y que han habido periodistas demandados por mostrar fotografías así. Lo borró todo, como era de esperar.

En 1993 —cuando yo aún no había nacido— el periodismo se regía por códigos éticos más difusos. Los intentos de suicidio, por ejemplo, se cubrían de forma sensacionalista o simplemente se ignoraban con una lógica de silencio estigmatizante. El sufrimiento psicológico no merecía titulares ni tratamiento específico. Se hablaba de “locura”, de “drama”, de “tragedias personales” sin matices, sin contexto, sin responsabilidad. Era un silencio más cercano al abandono que al respeto.

Hoy, en cambio, tenemos manuales de estilo, recomendaciones de organismos internacionales como la OMS, guías específicas en redacciones, y un enfoque mucho más respetuoso y preventivo. Sabemos que el tratamiento mediático de un suicidio tiene consecuencias. Sabemos del efecto Werther, que puede desencadenar una ola de suicidios si se presenta de manera morbosa o glorificada. Y también sabemos del efecto Papageno, que demuestra que un enfoque responsable, humano, puede tener un impacto positivo, incluso preventivo. Sabemos que el lenguaje importa. Sabemos que titular con “se lanza” o “decide acabar con su vida” no es neutro, ni inocente. Y aun así, muchos lo siguen ignorando.

Porque no todo vale. Y sin embargo, algunos medios siguen comportándose como si sí. Titulares irresponsables, imágenes explícitas, cobertura en directo sin rigor ni humanidad. Programas de tertulia hablando de la salud mental ajena con total ligereza, con tertulianos sin formación, sin fuentes, sin pudor. ¿De qué sirve tener protocolos si los ignoramos cuando hay una buena foto? ¿De qué sirve saber que podemos hacer daño si seguimos haciéndolo para conseguir clics?

Lo vemos a diario. Se difunden vídeos de personas en situaciones vulnerables sin difuminar rostros, sin consentimiento, sin contexto. Se comparte contenido delicado en redes sin advertencias ni filtros. Se hace espectáculo del dolor ajeno con la excusa de que “la gente lo quiere ver”. Se monetiza el sufrimiento sin preguntarse qué consecuencias tendrá. ¿Dónde está la línea?

Ser el primero en publicar no te convierte en buen periodista. Compartir el vídeo más morboso no es hacer una exclusiva: es cruzar una línea. Una línea que debería importarnos. Porque estamos hablando de vidas humanas, no de estadísticas ni de visitas. Esto no va de tener razón. Va de tener cuidado. Va de asumir que hay historias que no debemos contar así, o que no debemos contar en absoluto si no lo vamos a hacer con rigor, con contexto, con respeto.

Algunos dirán que esto es una cuestión de generaciones. Que ahora todo es más rápido, más abierto, más libre. Que el mundo ha cambiado. Y es verdad, el mundo ha cambiado. Pero el periodismo no puede convertirse en su rehén. La inmediatez no justifica la negligencia. La tecnología no justifica la deshumanización. La libertad sin responsabilidad no es periodismo: es espectáculo. Y el espectáculo no informa, solo entretiene. Yo no quiero un periodismo entretenido. Quiero un periodismo incómodo. Que moleste al poder, no que lo distraiga. Que cuide a las personas, no que las exponga. Que acompañe a quienes sufren, en lugar de convertirlos en titulares.

El problema no es solo de quienes hacen esto. El problema es que muchas veces lo permiten quienes están arriba. Jefes de redacción que priorizan tráfico web sobre dignidad. Empresas periodísticas que maquillan su falta de ética con palabras como “engagement” o “audiencia”. Y también es problema nuestro, de los jóvenes periodistas, si no levantamos la voz y aceptamos que todo vale porque “así funciona ahora”. No. Así no debería funcionar. No si queremos seguir llamándolo periodismo.

Tengo 21 años, sí. Pero no necesito cumplir 50 para saber que la profesión que amo se está descomponiendo desde dentro. Que la urgencia no puede estar por encima del respeto. Que el algoritmo no puede dictar los titulares. Que la ética no es un estorbo, sino el único suelo firme que nos queda. La única diferencia entre nosotros y el ruido es que aún nos importe lo que hacemos.

Y por eso escribo esto. Porque si no somos capaces de mirar hacia adentro, de hacernos preguntas incómodas, de recuperar el sentido profundo del oficio, entonces estamos condenados a convertirnos en otra pieza más del ruido. En otro engranaje más de la máquina que desinforma, que desensibiliza, que cosifica.

No todo vale. Y si no empezamos a recordarlo desde ya, desde dentro del propio gremio, no quedará nada que defender. Porque el periodismo no es solo una profesión: es una responsabilidad. Y hay demasiada gente mirándonos como para permitirnos olvidar eso.

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