
En la Orihuela que vio nacer a Miguel Hernández, el «poeta del pueblo», se está escribiendo uno de los capítulos más tristes y reveladores de nuestra historia reciente. La retirada de los murales del Rincón Hernandiano por la Concejalía de Cultura, controlada por Vox, no es solo un acto administrativo ni una renovación inocente. Es una operación deliberada para vaciar de contenido ideológico y político el legado de una de las figuras más emblemáticas de nuestra literatura y de nuestra lucha por la libertad, el compromiso social y los valores de una España republicana que soñaba con un futuro diferente.
La justificación ofrecida por el bipartito PP-Vox resulta tan inconsistente como preocupante. Alegar que las imágenes originales estaban deterioradas podría haber sido una razón válida para restaurarlas, pero en lugar de conservar ese patrimonio visual, se ha optado por sustituirlas por una versión «edulcorada» y despojada de simbolismo. En el fondo, esta acción refleja algo mucho más profundo: una voluntad sistemática de borrar cualquier rastro de la memoria republicana, cualquier eco del compromiso ético y social de Miguel Hernández, cualquier mensaje que incomode a quienes prefieren un relato histórico aséptico.
Las imágenes retiradas no eran simples adornos. Eran piezas con una poderosa carga artística y simbólica que reflejaban al poeta en su contexto vital y político. Versos como:
«Hundido estoy, mirad, estoy hundido
en medio de mi pueblo y de sus males»
nos conectaban con el sufrimiento y la resistencia de Hernández y con las aspiraciones de justicia social y dignidad que definieron su obra. Destruir estos elementos y sustituirlos por imágenes vacías de conflicto no es casual; es una estrategia de negación.
Es imposible separar a Miguel Hernández de su compromiso político. Fue un poeta republicano, campesino y revolucionario, encarcelado y finalmente asesinado por un sistema que temía sus ideas. Pretender ahora «neutralizar» su legado es un acto de violencia cultural que busca moldearlo a conveniencia, reducirlo a una figura inofensiva, incapaz de cuestionar o inspirar lucha.

Pero este acto no se queda en lo simbólico. Su ejecución —sin diálogo, sin consenso, sin respeto por colectivos como el Ateneo Socio-Cultural Viento del Pueblo— refleja un autoritarismo ideológico que intenta imponer una narrativa única de la historia, censurando sistemáticamente los valores de igualdad y justicia que inspiraron al poeta.
No podemos callarnos ante este intento de censura. La retirada de los murales es parte de una estrategia más amplia que busca borrar lo que molesta, imponer una visión parcial de la historia y socavar los valores democráticos que hemos construido como sociedad. Este no es solo un ataque contra el poeta y su obra; es un ataque contra todos nosotros.
Por más que destruyan murales, censuren versos o intenten despojarlo de su significado, el legado de Miguel Hernández no puede ser silenciado. Ya sobrevivió a la persecución franquista, y también resistirá a quienes hoy lo intentan moldear a su conveniencia.
Orihuela, Miguel Hernández no se toca.