
Washington D.C., Enero de 2025. El imponente edificio del Capitolio se alza como un recordatorio de los valores fundacionales de Estados Unidos: libertad, justicia e igualdad. Sin embargo, detrás de las puertas de la Casa Blanca, resuena un eco distinto. Donald Trump ha regresado al poder tras una ajustada y polémica victoria en las elecciones de 2024, y sus primeras decisiones están marcadas por un estilo más autoritario que nunca.
Con una serie de órdenes ejecutivas firmadas en su primer mes de mandato, el 45.º presidente de los Estados Unidos, ahora también su 47.º, se ha esforzado por cumplir su promesa de campaña: «recuperar la grandeza» que, según él, la administración Biden había erosionado. Pero, ¿a qué costo? Este reportaje analiza las implicaciones de las principales medidas adoptadas por la nueva administración.
El resurgir de la pena de muerte
La sala estaba en silencio. Frente a las cámaras de televisión, Trump firmó una orden ejecutiva que intensifica la aplicación de la pena de muerte para delitos graves como terrorismo y narcotráfico. “El pueblo americano merece justicia rápida y efectiva”, afirmó. Sin embargo, los críticos lo ven de otro modo.
Amnistía Internacional y la Unión Estadounidense por las Libertades Civiles (ACLU, por sus siglas en inglés) advirtieron que esta medida no solo perpetúa las fallas raciales y sociales del sistema judicial estadounidense, sino que también coloca al país en oposición a una creciente tendencia mundial hacia la abolición de este castigo. En 2024, solo 18 países llevaron a cabo ejecuciones. Con esta decisión, Estados Unidos reafirma su lugar en una lista que incluye a regímenes como Irán y Arabia Saudita.
Pero para familias como la de Mark Jenkins, un afroamericano condenado en 1998 y cuya ejecución está programada para marzo, el problema es más que estadístico. “Han ignorado pruebas que demostraban su inocencia”, señala su hermana Rachel. Casos como este alimentan el temor de que, bajo una administración que prioriza los resultados inmediatos, la justicia para muchos quede relegada.
En la sede de la Organización Mundial de la Salud, en Ginebra, la noticia cayó como un balde de agua fría: el retiro de Estados Unidos. “Estamos decepcionados, pero seguiremos trabajando por el bienestar global”, señaló el director Tedros Adhanom Ghebreyesus. Para Trump, la OMS se convirtió en el chivo expiatorio perfecto, acusada de favorecer a China y de actuar con lentitud ante emergencias globales. Pero para expertos como la epidemióloga Lisa McAllister, esta decisión tendrá consecuencias duraderas: “Se perderán importantes avances en prevención y tratamiento. El retiro de fondos estadounidenses dejará vacíos críticos en los programas para enfermedades infecciosas”.
El argumento de «recuperar la independencia» parece ignorar la interdependencia inherente a una crisis sanitaria mundial. En la reciente epidemia de gripe aviar en América del Sur, la coordinación con la OMS evitó una propagación masiva en el hemisferio norte. Sin embargo, según los planes de Trump, Estados Unidos podría enfrentar futuras pandemias sin un organismo centralizado que lidere las respuestas.
Si el retiro del Acuerdo de París durante su primer mandato generó un revuelo global, esta vez, el impacto ha sido aún mayor. En el contexto de incendios forestales incontrolables en Canadá y temperaturas récord en el hemisferio sur, Trump no solo confirmó que Estados Unidos no volvería al acuerdo, sino que también firmó autorizaciones para ampliar la explotación petrolera en el Ártico.
Los ecologistas califican estas acciones de “suicidas”. Según datos del Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático (IPCC), el planeta está a solo una década de superar el límite crítico de 1,5 °C de calentamiento global. “Esta no es una cuestión ideológica, es una crisis existencial”, subrayó Greta Thunberg, activista climática, en una conferencia reciente.

Derechos LGBTIQ+: Un retroceso legal
Cuando Sally, una adolescente transgénero de Kansas, escuchó que el gobierno eliminó el reconocimiento oficial de identidades no binarias, sintió que su país la dejaba atrás. “Estamos hablando de un nivel de deshumanización inimaginable”, comentó. Esta medida no solo afecta documentos oficiales como pasaportes y licencias, sino que también abre la puerta a legislaciones estatales más restrictivas, limitando derechos fundamentales en áreas como la salud, la educación y el empleo.
Los colectivos LGBTIQ+ han iniciado protestas en todo el país, y organismos internacionales, incluidos las Naciones Unidas, han condenado el movimiento como una violación a los derechos humanos básicos.
El lema «América Primero» se siente más excluyente que nunca. La suspensión del programa de admisión de refugiados ha generado escenas desoladoras en aeropuertos y centros fronterizos. Familias separadas, sueños rotos y la pérdida de esperanza definen ahora la experiencia de miles de solicitantes de asilo.
En El Paso, Texas, un grupo de voluntarios intentó ayudar a un joven guatemalteco llamado Miguel, cuya familia fue asesinada por bandas criminales. Sin embargo, su solicitud fue rechazada bajo las nuevas directrices, obligándolo a regresar al lugar de donde huía. “Sabíamos que esto sería malo, pero la magnitud del sufrimiento es inimaginable”, comentó Rosa García, activista de derechos humanos.
A poco más de un mes del nuevo mandato de Donald Trump, Estados Unidos parece sumido en una encrucijada. Las medidas tomadas hasta ahora revelan una agenda centrada en la fuerza, el aislamiento y el control, a expensas de los principios democráticos que durante mucho tiempo definieron al país.
Para muchos, este es un llamado urgente a la resistencia: ciudadanos, legisladores y líderes globales están alzando la voz para contrarrestar lo que consideran un asalto a los derechos humanos y al liderazgo ético de Estados Unidos. Pero mientras tanto, la nación enfrenta una pregunta inevitable: ¿qué tan lejos puede llegar una democracia antes de fracturarse irreparablemente?