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EUROVISIÓN 2025: EL GENOCIDIO NO SE CANTA

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Eurovisión es un espectáculo. Es luces, es escenografía, es puestas en escena excesivas y dramatismo ensayado al milímetro. Es música como herramienta diplomática, kitsch como lenguaje universal y televisión como campo de batalla estética. Pero sobre todo, Eurovisión se ha vendido siempre como un espacio de encuentro, un lugar donde las diferencias políticas se apagan por un instante en favor del arte, del show, de una supuesta hermandad entre pueblos. Eso, al menos, es lo que predica la Unión Europea de Radiodifusión (UER), organizadora del certamen. Lo repiten cada año como un mantra: “Eurovisión es un evento apolítico”. Y, sin embargo, en 2025, ese espacio supuestamente neutro volverá a acoger en su escenario a un Estado que, en estos momentos, comete uno de los crímenes más atroces y documentados del siglo XXI. Israel participará, una vez más, en el festival. Y el mundo, una vez más, mirará hacia otro lado.

Un genocidio en prime time

Desde octubre de 2023, la Franja de Gaza ha sido objeto de un asedio militar y humanitario sin precedentes en la historia reciente. Israel ha bombardeado escuelas, hospitales, campos de refugiados, panaderías, centros de distribución de ayuda humanitaria y edificios de viviendas. Ha destruido sistemáticamente toda infraestructura civil indispensable para la vida. Ha impedido la entrada de alimentos, medicinas y agua. Ha asesinado —porque no se puede usar otra palabra— a más de 35.000 palestinos y palestinas, la mayoría civiles. La cifra aumenta cada día, con cuerpos que permanecen bajo los escombros, insepultos, sin nombre, sin paz.

No estamos hablando de daños colaterales, ni de respuestas desproporcionadas, ni de “defensa propia”. Estamos hablando de una violencia sostenida, planificada, con objetivos estratégicos de eliminación del pueblo palestino. Lo han dicho organismos internacionales, juristas, expertos en derecho internacional, y lo han sostenido ya varios Estados soberanos. Hay acusaciones claras de genocidio contra el gobierno israelí. Hay testimonios. Hay datos. Hay imágenes.

Y sin embargo, Eurovisión decide seguir como si nada. Como si el genocidio no interfiriera con las bases del espectáculo. Como si se pudiera separar la política de la cultura cuando la cultura sirve de coartada para el crimen.

Blanquear el horror a ritmo pop

La participación de Israel en Eurovisión no es inocente. No es una simple representación cultural. Es una estrategia de propaganda. Es una forma de limpiar su imagen, de proyectar una falsa apariencia de normalidad democrática, de suavizar el perfil de un Estado que sostiene un sistema de apartheid y ocupación militar desde hace décadas. Es la misma lógica que llevó al régimen de Sudáfrica a organizar eventos deportivos internacionales durante el apartheid. Es el “sportswashing”, aplicado a la música.

Cada vez que una artista israelí sube al escenario a cantar sobre amor, esperanza o libertad, lo hace mientras su Estado bombardea, encierra, bloquea y desplaza a millones de personas. Cada nota, cada coreografía, cada plano de televisión está manchado por la sangre de quienes no tienen ni voz ni cámara. No se trata de los artistas individuales —que muchas veces son también víctimas de un régimen opresor por dentro—, sino de la maquinaria institucional que los utiliza como mascarada.

Resulta especialmente hipócrita cuando se recuerda que la UER expulsó a Rusia del concurso tras la invasión de Ucrania. Aquel fue un gesto político disfrazado de moral: no se podía permitir la participación de un país que violaba el derecho internacional de forma tan flagrante. Pero, entonces, ¿por qué sí se puede permitir con Israel? ¿Acaso la muerte tiene jerarquía? ¿O es que la solidaridad europea solo funciona cuando las víctimas son blancas?

El boicot cultural es una herramienta legítima

Los movimientos sociales, colectivos de artistas, periodistas, activistas de derechos humanos y organizaciones de la sociedad civil llevan meses exigiendo un boicot cultural a Israel. No es nuevo: ya lo hicieron con Sudáfrica, con éxito. El boicot cultural no es censura, es resistencia. No se trata de silenciar a los artistas, sino de impedir que la cultura se convierta en una coartada para el genocidio. Nadie está pidiendo que no haya música. Lo que se exige es que no se utilice la música para lavar crímenes de guerra.

Desde Islandia hasta Irlanda, son ya miles las voces que se han alzado para exigir la exclusión de Israel del certamen. La presión ha crecido dentro y fuera del continente. Y aún así, la UER ha optado por el camino de la cobardía, apelando a su supuesta neutralidad política para no incomodar a nadie… excepto, claro, a quienes mueren bajo las bombas.

Una farsa que ya no se sostiene

Eurovisión lleva años construyendo una narrativa inclusiva, feminista, diversa, queer. Ha sido refugio simbólico de muchas personas LGBTQ+, ha promovido causas sociales, ha celebrado minorías. Y todo eso está muy bien. Pero cuando se permite la participación de un Estado genocida, toda esa estética de derechos se convierte en una farsa. No se puede ondear la bandera arcoíris mientras se ignora el humo de los bombardeos. No se puede cantar a la paz mientras se normaliza el exterminio. La coherencia también es política.

Porque si hay algo político, profundamente político, es permitir que un Estado use el arte para ocultar la masacre. Lo político no es protestar: lo político es callar.

Decimos NO

Desde Punto de Vista, como medio crítico y comprometido con los derechos humanos, nos sumamos al rechazo rotundo de la participación de Israel en Eurovisión 2025. No lo aceptamos. No lo legitimamos. No lo blanqueamos.

Este festival será recordado, no por sus canciones ni sus fuegos artificiales, sino por haber sido cómplice de la propaganda de un Estado que asesina sin cesar a una población civil atrapada, empobrecida y criminalizada.

Eurovisión no es apolítico. Nunca lo fue. Y ahora menos que nunca. Que no se diga que no lo sabíamos. Que no se diga que no vimos las imágenes. Que no se diga que no escuchamos los gritos.

Porque hay veces que el silencio también mata. Y este 2025, el silencio eurovisivo es ensordecedor.

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